Caminando con Jesus y la Madre

Historia de la infancia de la virjen Maria


EVAMGELIO APÓCRIFO: LA NATIVIDAD  DE MARÍA

 María y sus padres

I 1.Sabemos que la bienaventurada y gloriosa María siempre virgen, salida del tronco real de la familia de David, nació en la ciudad de Nazareth, y fue educada en Jerusalén, en el templo del Señor. Su padre se liamaba Joaquín, y su madre Ana. Su familia paterna era de Galilea, de la ciudad de Nazareth, y su familia materna era de Bethlehem.

2. Y la vida de ambos esposos era sencilla y santa ante Dios, y piadosa e irreprensible ante los hombres. Todos sus bienes, en efecto, los habían dividido en tres partes, consagrando la primera al templo y a sus servidores, distribuyendo la segunda entre los pobres y los peregrinos, y reservándose la tercera para sí mismo y para los menesteres de su hogar.

3. Y de esta manera, amados por Dios y buenos para los hombres, habían vivido durante cerca de veinte años en un casto connubio, sin tener descendencia. No obstante, habían hecho voto, si por acaso Dios les daba uñ hijo, de consagrarlo al servicio del Señor. Y, así, cada año, acostumbraban, en los días festivos, a ir, piadosos, al templo.

Maldición de Joaquín por Isachar

II 1.Y, como se aproximase la fiesta de la Dedicación, Joaquín, con algunos de sus compatriotas, subió a Jerusalén. Y, en aquella época, Isachar era Gran Sacerdote. Y, habiendo visto a Joaquín con su ofrenda, en medio de sus conciudadanos, lo miró con desprecio, y desdeñé sus presentes, preguntándole por qué él, que no tenía hijos, se atrevía a estar entre los que eran fecundos. Y le advirtíó que, habiéndolo Dios juzgado indigno de posteridad, no podían serle aceptos sus presentes, por cuanto la Escritura dice: Maldito sea quien no engendre hijos en Israel. Y lo conminó para que se librase de esta maldición, creando una progenitura, porque sólo entonces le sería lícito acercarse, con sus ofrendas, a la presencia del Señor.

2. Y este reproche que se le lanzaba cubrió de extremo oprobio a Joaquín, el cual se retiró al sitio en que estaban sus pastores con sus rebaños. Y no quiso volver a su casa, temiendo sufrir los mismos reproches de sus comarcanos, que habían asistido a la escena, y que habían oído al Gran Sacerdote.

Aparición de un ángel a Joaquín

III 1. Y permanecía allí desde hacía algún tiempo, cuando, cierto día que estaba solo, le apareció un ángel del Señor, rodeado de una gran luz. Y, a su vista, Joaquín quedó turbado. Pero el ángel apaciguó su turbación, diciéndole: No temas, Joaquín, ni te turbe mi vista, porque soy un ángel del Señor, enviado por Él a ti, para anunciarte que tus súplicas han sido escuchadas, y que tus limosnas han subido a su presencia. Ha visto tu oprobio, y ha considerado el reproche de esterilidad que sin razón se te ha dirigido. Porque Dios es vengador del pecado, mas no de la naturaleza. Y, cuando cierra una matriz, lo hace para abrirla después de una manera más admirable, y para que se sepa que lo que nace así no es fruto de la pasión, sino presente de la Providencia.

2. La primera madre de vuestra nación, Sara, permaneció estéril hasta los ochenta años, a pesar de lo cual, en los últimos días de su vejez, dio a luz a Isaac, en quien le había sido prometido que serían benditas todas las naciones. Asimismo Raquel, tan agradable a Dios y tan amada por Jacob, permaneció estéril durante mucho tiempo, y, no obstante, parió a José, que fue no solamente el dueño de Egipto, sino el salvador de numerosos pueblos que iban a morir de hambre. ¿Quién, entre los jueces, más fuerte que Sansón y más santo que Samuel? Y, sin embargo, ambos a dos tuvieron por madres a mujeres por mucho tiempo estériles. Si, pues, la razón no te persuade por mi boca, cree a lo menos que las concepciones dilatadamente diferidas y los partos tardíos son de ordinario los más portentosos.

3. Así, tu esposa Ana te parirá una niña, y la llamarás María. Y, conforme a vuestro voto, se consagrará al Señor desde su niñez, y estará llena del Espíritu Santo desde el vientre de su madre. Y no comerá ni beberá nada impuro, ni vivirá en medio de las agitaciones populares del exterior, sino en el templo, a fin de que no pueda enterarse, ni aun por sospecha, de nada de lo que existe de vergonzoso en el mundo. Y, con el curso de la edad, bien como ella nació milagrosamente de una mujer estéril, de igual modo, por un prodigio incomparable y permaneciendo virgen, traerá al mundo al hijo del Altísimo, que será llamado Jesús o salvador de todas las naciones, conforme a la etimología de su nombre.

4. Y he aquí el signo de la verdad de las cosas que te anuncio. Cuando llegues a la Puerta Dorada de Jerusalén, encontrarás a Ana tu esposa, la cual, inquieta hasta hoy por tu retardo, se regocijará sobremanera, al volver a verte. Y, dicho esto, el ángel se separó de Joaquín.

Aparición de un ángel a Ana

IV 1. Y después apareció a Ana su esposa, diciéndole: No temas, Ana, ni imagines que es un fantasma lo que ves. Yo soy el ángel que ha llevado vuestras oraciones y vuestras limosnas a la presencia de Dios, y que ahora he sido enviado a vosotros para anunciaros el nacimiento de una hija, que se llamará María, y que será bendita entre todas las mujeres. Llena de la gracia del Señor desde el instante de su nacimiento, permanecerá en la casa paterna durante los tres años de su lactancia. Después, consagrada al servicio del Altísimo, no se apartará del templo hasta la edad de la discreción. Y allí, sirviendo a Dios día y noche con ayunos y con plegarias, se abstendrá de todo lo que es impuro, y no conocerá varón jamás, manteniéndose sin tacha, sin corrupción, sin unión con hombre alguno. Empero, virgen, parirá un hijo, y, sierva, parirá a su Señor, el que será por gracia, por título, por acción, el salvador del mundo.

2. Así, pues, levántate, sube a Jerusalén, y, cuando llegues a la llamada Puerta Dorada, allí, a manera de signo, encontrarás a tu esposo, sobre cuyo paradero anda inquieta tu alma. Y, cuando hayan sucedido estas cosas, lo que yo te anuncio se cumplirá al pie de la letra.

Nacimiento de María

V 1. Y, obedeciendo al mandato del ángel, ambos esposos, abandonando uno y otro los parajes respectivos en que estaban, subieron a Jerusalén. Y, al llegar al lugar designado por el oráculo del ángel, se encontraron mutuamente. Entonces, gozosos de volver a encontrarse, y poseídos de confianza en la verdad de la promesa de que tendrían descendencia, rindieron acción de gracias bien debidas al Señor, que exalta a los humildes.

2. Y, habiendo adorado al Altísimo, regresaron a su casa, y, llenos de júbilo, esperaron la realización de la divina promesa. Y Ana concibió y parió una hija, y, conforme a la orden del ángel, sus padres le pusieron por nombre María.

Presentación de María en el templo

VI 1. Transcurridos tres años y terminado el tiempo de la lactancia, llevaron a la Virgen con ofrendas al templo del Señor. Y había alrededor del templo, según el número de los salmos graduales, quince gradas que subir. Porque, estando el templo situado sobre una altura, sólo por gradas era accesible el altar de los holocaustos, que estaba situado en el exterior.

2. Y sobre la primera de aquellas gradas colocaron los padres a la bienaventurada Maña, todavía muy pequeña. Y, en tanto que ellos se quitaban los vestidos de viaje, para ponerse, siguiendo la costumbre, trajes más bellos y más propios de la ceremonia, la Virgen del Señor subió todas las gradas, sin mano alguna que la condujese, de tal suerte que todos pensaron que no le faltaba nada, a lo menos en aquella circunstancia, de la perfección de la edad. Es que el Señor, en la infancia misma de la Virgen, operaba ya grandes cosas, y mostraba por aquel milagro lo que sería un día.

3. Y, después de haber celebrado un sacrificio conforme al uso de la ley, dejaron allí a la Virgen, para ser educada en el recinto del templo, con las demás vírgenes. Y ellos regresaron a su casa.

Negativa de la virgen a contraer matrimonio ordinario

VII 1. Y la Virgen del Señor, a la vez que en edad, crecía igualmente en virtud, y, según la palabra del salmista, su padre y su madre la habían abandonado, pero Dios la había recogido. A diario, en efecto, era visitada por los ángeles, y a diario gozaba de la visión divina, que la libraba de todo mal, y que la hacía abundar en toda especie de bienes. Así llegó a los catorce años, y, no solamente los malos no podían encontrar en ella nada reprensible, sino que todos los buenos que la conocían juzgaban su vida y su conducta dignas de admiración.

2. Entonces el Gran Sacerdote anunció en público que todas las vírgenes que habían sido educadas en el templo, y que tenían catorce años, debían volver a sus hogares, y casarse, conforme a la costumbre de su nación y a la madurez de su edad. Todas las vírgenes obedecieron con premura esta orden. Sólo María, la Virgen del Señor, declaró que no podía hacerlo. Como sus padres la habían consagrado primero a Dios, y ella después había ofrendado su virginidad al Señor, no quería violar este voto, para unirse a un hombre, fuese el que fuese. El Gran Sacerdote quedó sumido en la mayor perplejidad. Él sabía que no era lícito violar un voto contra el mandato de la Escritura, que dice: Haced votos, y cumplidlos. Mas, por otra parte, no le placía introducir un uso extraño a la nación. Ordenó, pues, que, en la fiesta próxima, se reuniesen los notables de Jerusalén y de los lugares vecinos, por cuyo consejo podría saber cómo le convendría obrar en una causa tan incierta.

3. Y así se hizo, y fue común parecer que había que consultar sobre ese punto a Dios. Y, mientras todos se entregaban a la oración, el Gran Sacerdote avanzó para consultar al Señor, según la costumbre. Y, a poco, una voz, que todos oyeron, salió del oráculo y del lugar del propiciatorio. Y esa voz afirmaba que, de acuerdo con la profecía de Isaías, debía buscarse a quien debía desposar y guardar aquella virgen. Porque es bien sabido que Isaías vaticinó: Y saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre él el espíritu del Señor, espíritu de inteligencia y de sabiduría, espíritu de fortaleza y de consejo, espíritu de conocimiento y de temor del Altísimo.

4. Y, conforme a esta profecía, el Gran Sacerdote ordenó que todos los hombres de la casa y de la familia de David, aptos para el matrimonio y no casados, llevasen cada uno su vara al altar, y que debía ser confiada y casada la virgen con aquel cuya vara produjera flores, y en la extremidad de cuya vara reposase el espíritu del Señor en forma de paloma.

Recae en José la elección de esposo para la Virgen

VIII 1. Y había, entre otros, un hombre de la casa y de la familia de David, llamado José y ya avanzado en edad. Y, al paso que todos fueron ordenadamente a llevar sus varas, él omitió llevar la suya. Y, como nada apareció que correspondiese al oráculo divino, el Gran Sacerdote pensó que había que consultar de nuevo al Señor. El cual respondió que, de todos los que habían sido designados, sólo el que no había llevado su vara, era aquel con quien debía casarse la Virgen. José fue así descubierto. Y, cuando hubo llevado su vara, y en su extremidad reposé una paloma venida del cielo, todos convinieron en que a él le pertenecía el derecho de desposar con María.

2. Y, una vez celebrados los desposorios, se retiró a Bethlehem, su patria, para disponer su casa, y preparar todo lo necesario para las nupcias. Cuanto a María, la Virgen del Señor, volvió a Galilea, a casa de sus padres, con otras siete vírgenes de su edad y educadas con ella, que le había dado el Gran Sacerdote.

Revelación hecha por un ángel a la Virgen

IX 1. Y, en aquellos días, es decir, desde los primeros tiempos de su llegada a Galilea, el ángel Gabriel fue enviado a ella por Dios, para anunciarle que concebiría al Señor, y para exponerle la manera y el orden según el cual las cosas pasarían. Y, entrando en su casa, inundando con gran luz la habitación en que se encontraba, y saludándola muy graciosamente, le dijo: Salve María, virgen muy agradable a Dios, virgen llena de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres, bendita eres por encima de todos los hombres que hasta el presente han nacido.

2. Y María, que conocía ya bien las fisonomías angélicas, y que estaba habituada a recibir la luz celeste, no se amedrentó ante la visión del enviado divino, ni quedó estupefacta ante aquella luz. Unicamente la palabra del ángel la turbó en extremo. Y se puso a reflexionar sobre lo que podía significar una salutación tan insólita, sobre lo que presagiaba, sobre el fin que tenía. Y el ángel divinamente inspirado previno estas dudas, diciéndole: No temas, María, que mi salutación oculte algo contrario a tu castidad. Has encontrado gracia ante el Señor, por haber escogido el camino de la pureza, y, permaneciendo virgen, concebirás sin pecado, y parirás un hijo.

3. Y él será grande, porque dominará de un mar a otro, y hasta las extremidades de la tierra. Y será llamado hijo del Altísimo, porque, naciendo en la humildad, reinará en las alturas de los cielos. Y el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y prevalecerá eternamente en la casa de Jacob, y su poder no tendrá fin. Es, en efecto, rey de reyes y señor de los señores, y su trono durará por los siglos de los siglos.

4. Y, a estas palabras del ángel, la Virgen, no por incredulidad, sino por no saber la manera como el misterio se cumpliría, repuso: ¿Cómo eso ha de ocurrir? Puesto que, según mi voto, no conozco varón, ¿cómo podré dar a luz, a pesar de ello? Y el ángel le dijo: No pienses, María, que concebirás al modo humano. Sin unión con hombre alguno, virgen concebirás, virgen parirás, virgen amamantarás. Porque el Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra contra todos los ardores de la pasión. El que de ti saldrá, por cuanto ha de nacer sin pecado, será el único santo y el único merecedor del nombre de hijo de Dios. Entonces, María, con las manos extendidas y los ojos elevados al cielo, dijo: He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.

5. Sería quizá demasiado largo, y para muchos enojoso, insertar en este opúsculo todos los sucesos que, conforme a nuestros textos, precedieron y siguieron a la natividad de Nuestro Señor. Omitiendo, pues, lo que está suficientemente referido en el Evangelio, pasemos a la narración de lo que allí aparece menos detallado.

Revelación hecha por un ángel a José

X 1.Habiendo ido José de Judea a Galilea, tenía la intención de tomar por esposa a la virgen que le había sido confiada. Porque, desde el día de los desposorios, habían transcurrido ya tres meses, y había comenzado el cuarto. Y, en el intervalo, el vientre de la Virgen se había hinchado, hasta el punto de manifestar su embarazo, cosa que no pudo escapar a José, quien, según la costumbre de los desposados, entraba más libremente a ver a María, y conversaba más familiarmente con ella, por lo que descubrió su estado. Y comenzó a agitarse y a turbarse, ignorando lo que le sería preferible hacer. Como hombre justo, no quería entregarla, y, como hombre piadoso, no quería infamarla, haciendo recaer sobre ella sospecha de fornicación. Pensó, pues, en disolver secretamente su matrimonio, y en devolverla secretamente.

2. Y, estando en estas cavilaciones, he aquí que un ángel del Señor le apareció en sueños, y le dijo: José, hijo de David, no temas, ni imagines que hay en la virgen nada de vergonzoso, porque lo que ha nacido en ella, y que hoy angustia tu corazón, no es obra de un hombre, sino del Espíritu Santo. Entre todas las mujeres, sólo ella, permaneciendo virgen, traerá el hijo de Dios al mundo, Y darás a este hijo el nombre de Jesús, es decir, Salvador, porque salvará a su pueblo de sus pecados.

3. Y José, conforme a la orden del ángel, tomó a María por esposa. Mas no la conoció, sino que la guardó en castidad. Y, llegado el final del noveno mes del embarazo, José, tomando consigo a la Virgen y a las demás cosas que le eran necesarias, partió para la ciudad de Bethlehem, de donde era oriundo. Y sucedió que, durante su estancia en aquel lugar, sobrevino el tiempo del parto de María, la cual trajo al mundo, como los evangelistas nos han enseñado, a su hijo primogénito, Nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina, con el Padre y con el Espíritu Santo, por todos los siglos de los siglos.

TRATADO DE SAN JUAN EL TEÓLOGO
SOBRE LA DORMICIÓN DE LA SANTA MADRE DE DIOS

San Juan, el Teólogo. Traducción de
Aurelio de Santos Otero 
[308] Cuando la santísima y gloriosa Madre de Dios y siempre virgen María iba, según su costumbre, cabe el sepulcro del Señor para quemar aromas y doblaba sus santas rodillas, solía suplicar a Cristo, hijo suyo y Dios nuestro, que se dignara venir hacia sí. 
                                        II
Mas, al notar los judíos la asiduidad con que se acercaba a la sagrada tumba, se fueron a los príncipes de los sacerdotes para decirles: «María viene todos los días al sepulcro». Estos llamaron a los guardias que habían puesto allí con objeto de impedir que alguien se acercara a orar junto al sagrado monumento y empezaron a hacer averiguaciones sobre si era verdad lo que con relación a ella se decía. Los guardias respondieron que nada semejante habían notado, pues, de hecho, Dios no les permitía percatarse de su presencia. [309] 
                                   III

Cierto día —que era viernes— fue, como de costumbre, la santa (virgen) María al sepulcro. Y, mientras estaba en oración, acaeció que se abrieron los cielos y descendió hasta ella el arcángel Gabriel, el cual le dijo: «Dios te salve, ¡oh madre de Cristo nuestro Dios!, tu oración, después de atravesar los cielos, ha llegado hasta la presencia de tu Hijo y ha sido escuchada. Por lo cual abandonarás el mundo de aquí a poco y partirás, según tu petición, hacia las mansiones celestiales, al lado de tu Hijo, para vivir la vida auténtica y perenne». 

                                   IV
Y, oído esto de labios del santo arcángel, se volvió a la ciudad santa de Belén, teniendo junto a sí las tres doncellas que la atendían. Cuando hubo, pues, reposado un poco, se incorporó y dijo a éstas: «Traedme un incensario, que voy a ponerme en oración». Y ellas lo trajeron, según se le había mandado. 

                                      V
Después se puso a orar de esta manera: «Señor mío Jesucristo, que por tu extrema bondad tuviese a bien ser engendrado por mí, oye mi voz y envíame a tu apóstol Juan para que su vista me proporcione las primicias de la dicha. Mándame también a tus restantes apóstoles, a los que han volado ya hacia ti y a aquellos que todavía se encuentran en esta vida, de cualquier sitio donde estén, a fin de que, al verlos de nuevo, pueda bendecir tu nombre, siempre loable. Me siento animada porque tú atiendes a tu sierva en todas las cosas». 

                                    VI
Y, mientras ella estaba en oración, me presenté yo, Juan, a quien el Espíritu Santo arrebató y trajo en una nube desde Efeso, dejándome después en el lugar donde yacía la madre de mi Señor. Entré, pues, hasta donde ella se encontraba y alabé a su Hijo; después dije: «Salve, ¡oh madre de mi Señor, la que engendraste a Cristo nuestros Dios!; alégrate, porque vas a salir de este mundo muy gloriosamente». [310] 

                                      VII
Y la santa madre de Dios loó a Dios porque yo, Juan, había llegado junto a sí, acordándose de aquella voz del Señor que dijo: «He aquí a tu madre y he aquí a tu hijo» [In, 19, 26 s.]. En esto vinieron las tres jóvenes y se postraron ante ella. 

                                   VIII
Entonces se dirigió a mí la santa madre de Dios, diciéndome: «Ponte en oración y echa incienso». Yo oré de esta manera: «¡Oh Señor Jesucristo, que has obrado [tantas] maravillas!, obra alguna también en este momento, a vista de aquella que te engendró; salga tu madre de esta vida y sean abatidos los que te crucificaron y los que no creyeron en ti». 

                                      IX
Después que hube dado por terminada mi oración, me dijo la santa [virgen] María: «Tráeme el incensario». Y, tomándolo ella, exclamó: «Gloria a ti, Dios y Señor mío, porque ha tenido cumplimiento en mí todo aquello que prometiste antes de subir a los cielos, que, cuando fuera yo a salir de este mundo, vendrías tú a mi encuentro lleno de gloria y rodeado de multitud de ángeles». 

                                     X
Entonces yo, Juan, le dije a mi vez: «Ya está para venir Jesucristo, Señor y Dios nuestro; y tú vas a verle, según te lo prometió». A lo que repuso la santa madre de Dios: «Los judíos han hecho juramento de quemar mi cuerpo cuando yo muera». Yo respondí: «Tu santo y precioso cuerpo no ha de ver la corrupción». Ella entonces replicó: «Anda, toma el incensario, echa incienso y ponte en oración». Y vino una voz desde el cielo diciendo amén. 

                                        XI
Yo, por mi parte, oí esta voz, y el Espíritu Santo me dijo: «Juan, ¿has oído esa voz que ha sido emitida en el cielo después de termi-[311]nada la oración?» Yo le respondí: «Efectivamente; sí que la he oído». Entonces añadió el Espíritu Santo: «Esta voz que has escuchado es señal de la llegada inminente de tus hermanos los apóstoles y de las santas jerarquías, pues hoy se van a dar cita aquí». 

                                        XII
Yo, Juan, me puse entonces a orar. Y el Espíritu Santo dijo a los apóstoles: «Venid todos en alas de las nubes desde los [últimos] confines de la tierra y reuníos en la santa ciudad de Belén para asistir a la madre de Nuestro Señor Jesucristo, que está en conmoción: Pedro desde Roma, Pablo desde Tiberia, Tomás desde el centro de las Indias, Santiago desde Jerusalén». 

                                      XIII
Andrés, el hermano de Pedro, y Felipe, Lucas y Simón Cananeo, juntamente con Tadeo, los cuales habían muerto ya, fueron despertados de sus sepulcros por el Espíritu Santo. Este se dirigió a ellos y les dijo: «No creáis que ha llegado ya la hora de la resurrección. La causa por la que surgís en este momento de vuestras tumbas es que habéis de ir a rendir pleitesía a la madre de vuestro Salvador y Señor Jesucristo, tributándole un homenaje maravilloso; pues ha llegado la hora de su salida [de este mundo] y de su partida para los cielos». 

                                     XIV
También Marcos, vivo aún, llegó de Alejandría juntamente con los otros, [llegados], como se ha dicho, de todos los países. Pedro, arrebatado por una nube, estuvo en medio del cielo y de la tierra sostenido por el Espíritu Santo, mientras los demás apóstoles eran a su vez arrebatados también sobre las nubes para encontrarse juntamente con Pedro. Y así, de esta manera, como queda dicho, fueron llegando todos a la vez por obra del Espíritu Santo. 

                                    XV
Después entramos en el lugar donde estaba la madre de nuestro Dios y, postrados en actitud de adoración, le dijimos: «No tengas [312] miedo ni aflicción. El Señor Dios, a quien tú alumbraste, te sacará de este mundo gloriosamente». Y ella, regocijándose en Dios su salvador, se incorporó en el lecho y dijo a los apóstoles: «Ahora sí que creo que viene ya desde el cielo nuestro Dios y maestro, a quien voy a contemplar, y que he de salir de esta vida de la misma manera con que os he visto presentaros a vosotros aquí. Quiero [ahora] que me digáis cómo ha sido para venir en conocimiento de mi partida y presentaros a mí y de qué países y latitudes habéis venido, ya que tanta prisa os habéis dado en visitarme. Aunque habéis de saber que no ha querido ocultármelo mi Hijo, nuestro Señor Jesucristo y Dios universal, pues estoy firmemente persuadida, incluso en el momento presente, de que Él es el Hijo del Altísimo». 

                                   XVI
Pedro entonces se dirigió a los apóstoles en estos términos: «Cada uno de nosotros, de acuerdo con lo que nos ha anunciado y ordenado el Espíritu Santo, dé información a la madre de Nuestro Señor». 

                                    XVII
Yo, Juan, por mi parte, respondí y dije: «Me encontraba en Efeso, y, mientras me acercaba al santo altar para celebrar los oficios, el Espíritu Santo me dijo: Ha llegado a la madre de tu Señor la hora de partir; ponte [pues] en camino de Belén para ir a despedirla. Y en esto una nube luminosa me arrebató y me puso en la puerta de la casa donde tú yaces». 

                                   XVIII
Pedro respondió: «También yo, cuando me encontraba en Roma, oí una voz de parte del Espíritu Santo, la cual me dijo: La madre de tu Señor, habiendo ya llegado su hora, está para partir; ponte [pues] en camino de Belén para despedirla. Y he aquí que una nube luminosa me arrebató. Y pude ver también a los demás apóstoles que venían hacia mí sobre las nubes y percibí una voz que decía: Marchaos todos a Belén». [313] 

                                      XIX
Pablo, a su vez, respondió y dijo: «También yo, mientras me encontraba en una ciudad a poca distancia de Roma, llamada tierra de los Tiberios, oí al Espíritu Santo que me decía: La madre de tu Señor está para abandonar este mundo y emprender por medio de la muerte su marcha a los cielos; ponte [pues] tu también en camino de Belén para despedirla. Y en esto una nube luminosa me arrebató y me puso en el mismo sitio en que a vosotros». 

                                        XX
Tomás, por su parte, respondió y dijo: «También yo me encontraba recorriendo el país de los indios, y la predicación iba afianzándose con la gracia de Cristo [hasta el punto de que] el hijo de la hermana del rey, por nombre Lavdán, estaba para ser sellado (con el bautismo) por mí en el palacio, cuando de repente el Espíritu Santo me dijo: Tú, Tomás, preséntate también en Belén para despedir a la madre de tu Señor, pues está para efectuar su tránsito a los cielos. Y en esto una nube luminosa me arrebató y me trajo a vuestra presencia». 

                                   XXI
Marcos, a su vez, respondió y dijo: «Yo me encontraba en la ciudad de Alejandría celebrando el oficio de tercia, y mientras oraba, el Espíritu Santo me arrebató y me trajo a vuestra presencia». 

                                   XXII
Santiago respondió y dijo: «Mientras me encontraba yo en Jerusalén, el Espíritu Santo me intimó esta orden: Márchate a Belén, pues la madre de tu Señor está para partir. Y una nube luminosa me arrebató y me puso en vuestra presencia». 

                               XXIII
Mateo, por su parte, respondió y dijo: «Yo alabé y continúo alabando a Dios porque, estando lleno de turbación al encontrarme dentro de [314] una nave y ver la mar alborotada por las olas, de repente vino una nube luminosa e hizo sombra sobre la furia del temporal, poniéndolo en calma; después me tomó a mí y me puso junto a vosotros». 

                                 XXIV
Respondieron, a su vez, los que habían marchado anteriormente y narraron de qué manera se habían presentado. Bartolomé dijo: «Yo me encontraba en la Tebaida predicando la palabra, y he aquí que el Espíritu Santo se dirigió a mí en estos términos: La madre de tu Señor está para partir; ponte, pues, en camino de Belén para despedirla. Y he aquí que una nube luminosa me arrebató y me trajo hasta vosotros». 

                                    XXV
Todo esto dijeron los apóstoles a la santa madre de Dios: cómo y de qué manera habían efectuado el viaje. Y luego ella extendió sus manos hacia el cielo y oró diciendo: «Adoro, ensalzo y glorifico tu celebradísimo nombre, pues pusiste tus ojos en la humildad de tu esclava e hiciste en mí cosas grandes, tú que eres poderoso. Y he aquí que todas las generaciones me llamarán bienaventurada [Lc 1, 48]». 

                               XXVI
Y cuando hubo acabado su oración, dijo a los apóstoles: «Echad incienso y poneos en oración». Y, mientras ellos oraban, se produjo un trueno en el cielo y se dejó oír una voz terrible, como [el fragor de] los carros. Y en esto [apareció] un nutrido ejército de ángeles y potestades y se oyó una voz como [la] del Hijo del hombre. Al mismo tiempo, los serafines circundaron en derredor la casa donde yacía la santa e inmaculada virgen y madre de Dios. De manera que cuantos estaban en Belén vieron todas estas maravillas y fueron a Jerusalén anunciando todos los portentos que habían tenido lugar. 

                                 XXVII
Y sucedió que, después que se produjo aquella voz, apareció de repente el sol y, asimismo, la luna alrededor de la casa. Y un grupo [315] de primogénitos de los santos se presentó en la casa donde yacía la madre del Señor para honra y gloria de ella. Y vi también que tuvieron lugar muchos milagros: ciegos que volvían a ver, sordos que oían, cojos que andaban, leprosos que quedaban limpios y posesos de espíritus inmundos que eran curados. Y todo el que se sentía aquejado de alguna enfermedad o dolencia, tocaba por fuera el muro [de la casa] donde yacía y gritaba: «Santa María, madre de Cristo, nuestro Dios, ten compasión de nosotros». E inmediatamente se sentían curados. 

                                  XXVIII
Y grandes multitudes procedentes de diversos países, que se encontraban en Jerusalén por motivo de oración, oyeron [hablar de] los portentos que se obraban en Belén por mediación de la madre del Señor y se presentaron en aquel lugar suplicando la curación de diversas enfermedades: cosa que obtuvieron. Y aquel día se produjo una alegría inenarrable, mientras la multitud de los curados y de los espectadores alaban a Cristo nuestro Dios y a su madre. Y Jerusalén entera, de vuelta de Belén, festejaba cantando salmos e himnos espirituales. 

                                  XXIX
Los sacerdotes de los judíos, por su parte, y todo su pueblo, estaban extáticos de admiración por lo ocurrido. Pero, dominados por una violentísima pasión y después de haberse reunido en consejo, llevados por su necio raciocinio, decidieron atentar contra la santa madre de Dios y contra los santos apóstoles que se encontraban en Belén. Mas, habiéndose puesto en camino de Belén la turba de los judíos y a distancia como de una milla, acaeció que se les presentó a éstos una visión terrible y quedaron con los pies [como] atados y marcharon hacia sus connacionales y narraron a los príncipes de los sacerdotes por entero la terrible visión. 

                                    XXX
Mas aquéllos, requemados más aún para la ira, se fueron a presencia del gobernador gritando y diciendo: «La nación judía se ha venido abajo por causa de esta mujer; échala fuera de Belén y de la co-[316]marca de Jerusalén». Mas el gobernador, sorprendido por los milagros, replicó: «Yo, por mi parte, no la expulsaré ni de Jerusalén ni de ningún otro lugar». Pero los judíos insistían dando voces y conjurándole por la incolumidad del césar Tiberio a que arrojase a los apóstoles fuera de Belén, [diciendo]: «Y, si no haces esto, daremos cuenta de ello al emperador». Entonces él se vio constreñido a enviar un quiliarco [jefe de mil] a Belén contra los apóstoles. 

                               XXXI
Mas el Espíritu Santo dijo entonces a los apóstoles y a la madre del Señor: «He aquí que el gobernador ha enviado un quiliarco contra vosotros a causa de los judíos que se han amotinado. Salid, pues, de Belén y no temáis, porque yo os voy a trasladar en una nube a Jerusalén, y la fuerza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo está con vosotros». 

                                  XXXII
Levantáronse, pues, en seguida los apóstoles y salieron de la casa llevando la litera de [su] Señora, la madre de Dios, y dirigiendo sus pasos camino de Jerusalén. Mas al momento, de acuerdo con lo que había dicho el Espíritu Santo, fueron arrebatados por una nube y se encontraron en Jerusalén en casa de la Señora. Una vez allí, nos levantamos y estuvimos cantando himnos durante cinco días ininterrumpidamente. 

                                XXXIII
Y cuando llegó el quiliarco a Belén, al no encontrar allí ni a la madre del Señor ni a los apóstoles, detuvo a los betlemitas, diciéndoles: «¿No sois vosotros los que habéis venido contando al gobernador y a los sacerdotes todos los milagros y portentos que se acaban de obrar y [le habéis dicho] que los apóstoles han venido de todos los países? ¿Dónde están, pues? Ahora poneos todos en seguida camino de Jerusalén para presentaros ante el gobernador». Es de notar que el quiliarco no estaba enterado de la retirada de los apóstoles y de la [317] madre del Señor a Jerusalén. Prendió, pues, el quiliarco a los betlemitas y se presentó al gobernador para decirle que no había encontrado a nadie. 

                                 XXXIV
Cinco días después llegó a conocimiento del gobernador, de los sacerdotes y de toda la ciudad que la madre del Señor, en compañía de los apóstoles, se encontraba en su propia casa de Jerusalén, a causa de los portentos y maravillas que allí se obraban. Y una multitud de hombres, mujeres y vírgenes se reunieron gritando: «Santa virgen, madre de Cristo nuestro Dios, no te olvides del género humano». 

                                   XXXV
Ante estos acontecimientos, tanto el pueblo judío como los sacerdotes fueron aún más juguete de la pasión y, tomando leña y fuego, la emprendieron contra la casa donde estaba la madre del Señor en compañía de los apóstoles, con intención de hacerla pasto de las llamas. El gobernador contemplaba desde lejos el espectáculo. Mas, en el momento mismo en que llegaba el pueblo judío a la puerta de la casa, he aquí que salió súbitamente del interior una llamarada por obra de un ángel y abrasó a gran número de judíos. Con esto la ciudad entera quedó sobrecogida de temor y alababan al Dios que fue engendrado por ella. 

                                XXXVI
Y cuando el gobernador vio lo ocurrido, se dirigió a todo el pueblo, diciendo a grandes voces: «En verdad, aquel que nació de la Virgen, a la que vosotros maquinabais perseguir, es hijo de Dios, pues estas señales son propias del verdadero Dios». Así pues, se produjo escisión entre los judíos, y muchos creyeron en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo a causa de los portentos realizados. 

                                XXXVII
Y después de que se obraron estas maravillas por mediación de la madre de Dios y siempre virgen María, madre del Señor, mien-[317]tras nosotros los apóstoles nos encontrábamos con ella en Jerusalén, nos dijo el Espíritu Santo: «Ya sabéis que en domingo tuvo lugar la anunciación del arcángel Gabriel a la virgen María, y que en domingo nació el Salvador en Belén, y que en domingo salieron los hijos de Jerusalén con palmas a su encuentro diciendo: ¡Hosanna en las alturas! Bendito el que viene en nombre del Señor [Mt 21, 9; Mc 11, 10], y que en domingo resucitó de entre los muertos, y que en domingo ha de venir a juzgar a vivos y muertos, y que en domingo [finalmente] ha de bajar de los cielos para honrar y glorificar [con su presencia] la partida de la santa y gloriosa virgen que le dio a luz». 

                                  XXXVIII
En este mismo domingo dijo la madre del Señor a los apóstoles: «Echad incienso, pues Cristo está ya viniendo con un ejército de ángeles». Y en el mismo momento se presentó Cristo sentado sobre un trono de querubines. Y, mientras todos nosotros estábamos en oración, aparecieron multitudes incontables de ángeles, y el Señor [estaba] lleno de majestad sobre los querubines. Y he aquí que se irradió un efluvio resplandeciente sobre la santa Virgen por virtud de la presencia de su Hijo unigénito, y todas las potestades celestiales cayeron en tierra y le adoraron. 

                                    XXXIX
El Señor se dirigió entonces a su madre y le dijo: «María». Ella respondió: «Aquí me tienes, Señor». Él le dijo: «No te aflijas; alégrese más bien y gócese tu corazón, pues has encontrado gracia para poder contemplar la gloria que me ha sido dada por mi Padre». La santa madre de Dios elevó entonces sus ojos y vio en Él una gloria tal, que es inefable a la boca del hombre e incomprensible.

El Señor permaneció a su lado y continuó diciendo: «He aquí que desde este momento tu cuerpo va a ser trasladado al paraíso, mientras que tu santa alma va a estar en los cielos, entre los tesoros de mi Padre, [coronada] de un extraordinario resplandor, donde [hay] paz y alegría [propia] de santos y ángeles y más aún». [319] 

                                    XL
La madre del Señor respondió y le dijo: «Imponme, Señor, tu diestra y bendíceme». El Señor extendió su santa diestra y la bendijo. Ella la estrechó y la colmó de besos mientras decía: «Adoro esta diestra que ha creado el cielo y la tierra. Y ruego a tu nombre siempre bendecido, ¡oh Cristo Dios, Rey de los siglos, Unigénito del Padre!: recibe a tu sierva, tú que te has dignado encarnarte por medio de mí, la pobrecita, para salvar el género humano según tus inefables designios. Otorga a todo el que invoque o que ruegue o que [simplemente] haga mención del nombre de tu sierva». 

                                  XLI
Mientras ella decía esto, se acercaron los apóstoles a sus pies y, adorándola, le dijeron: «Deja, ¡oh madre del Señor!, una bendición al mundo, puesto que lo vas a abandonar. Pues ya lo bendijiste y lo resucitaste, perdido como estaba, al engendrar tú la luz del mundo». Y la madre del Señor, habiéndose puesto en oración, hizo esta súplica: «¡Oh, Dios, que por tu mucha bondad enviaste a tu unigénito Hijo para que habitara en mi humilde cuerpo y te dignaste ser engendrado de mí, la pobrecita!, ten compasión del mundo y de toda alma que invoca tu nombre». 

                                   XLII
Y oró de nuevo de esta manera: «¡Oh Señor, Rey de los cielos, Hijo de Dios vivo!, recibe a todo hombre que invoque tu nombre para que tu nacimiento sea glorificado». Después se puso a orar nuevamente, diciendo: «¡Oh Señor Jesucristo, que todo lo puedes en el cielo y en la tierra!, ésta es la súplica que dirijo a tu santo nombre: santifica en todo tiempo el lugar en que se celebre la memoria de mi nombre y da gloria a los que te alaban por mí, recibiendo de estos tales toda ofrenda, toda súplica y toda oración». [320] 

                                  XLIII
Después que hubo orado de esta manera, el Señor dijo a su propia madre: «Alégrese y regocíjese tu corazón, pues toda clase de gracias y de dones te han sido dados por mi Padre celestial, por mí y por el Espíritu Santo. Toda alma que invoque tu nombre se verá libre de la confusión y encontrará misericordia, consuelo, ayuda y sostén en este siglo y en el futuro ante mi Padre celestial». 

                                   XLIV
Volviese entonces el Señor y dijo a Pedro: «Ha llegado la hora de dar comienzo a la salmodia». Y, entonando Pedro, todas las potencias celestiales respondieron el Aleluya. Entonces un resplandor más fuerte que la luz nimbó la faz de la madre del Señor y ella se levantó y fue bendiciendo con su propia mano a cada uno de los apóstoles. Y todos dieron gloria a Dios. Y el Señor, después de extender sus puras manos, recibió su alma santa e inmaculada. 

                                     XLV
Y en el momento de salir su alma inmaculada, el lugar se vio inundado de perfume y de una luz inefable. Y he aquí que se oyó una voz del cielo que decía: «Dichosa tú entre las mujeres». Pedro entonces, lo mismo que yo, Juan, y Pablo y Tomás, abrazamos a toda prisa sus santos pies para ser santificados. Y los doce apóstoles, después de depositar su santo cuerpo en el ataúd, se lo llevaron. 

                                 XLVI
En esto, he aquí que, durante la marcha, cierto judío llamado Jefonías, robusto de cuerpo, la emprendió impetuosamente contra el féretro que llevaban los apóstoles. Mas de pronto un ángel del Señor, con fuerza invisible, separó, sirviéndose de una espada de fuego, las dos manos de sus respectivos hombros y las dejó colgadas en el aire a los lados del féretro. [321] 

                                   XLVII
Al obrarse este milagro, exclamó a grandes voces todo el pueblo de los judíos, que lo había visto: «Realmente es Dios el hijo que diste a luz, ¡oh madre de Dios y siempre Virgen María!». Y Jefonías mismo, intimidado por Pedro para que declarara las maravillas del Señor, se levantó detrás del féretro y se puso a gritar: «Santa María, tú que engendraste a Cristo Dios, ten compasión de mí». Pedro entonces se dirigió a él y le dijo: «En nombre de su Hijo, júntense las manos que han sido separadas de ti». Y, nada más decir esto, las manos que estaban colgadas junto al féretro donde yacía la Señora se separaron y se unieron de nuevo a Jefonías. Y con esto creyó él mismo y alabó a Cristo Dios, que fue engendrado por ella. 

                               XLVIII
Obrado este milagro, llevaron los apóstoles el féretro y depositaron su santo y venerado cuerpo en Getsemaní, en un sepulcro sin estrenar. Y he aquí que se desprendía de aquel santo sepulcro de nuestra Señora, la madre de Dios, un exquisito perfume. Y por tres días consecutivos se oyeron voces de ángeles invisibles que alababan a su Hijo, Cristo nuestro Dios. Mas, cuando concluyó el tercer día, dejaron de oírse las voces, por lo que todos cayeron en la cuenta de que su venerable e inmaculado cuerpo había sido trasladado al paraíso. 

                                     XLIX
Verificado el traslado de éste, vimos de pronto a Isabel, la madre de San Juan Bautista, y a Ana, la madre de nuestra Señora, y a Abrahán, a Isaac, a Jacob y a David que cantaban el Aleluya. Y vimos también a todos los coros de los santos que adoraban la venerable reliquia de la madre del Señor. Se nos presentó también un lugar radiante de luz, con cuyo resplandor no hay nada comparable. Y el sitio donde tuvo lugar la traslación de su santo venerable cuerpo al paraíso estaba saturado de perfume. Y se dejó oír la melodía de los que cantaban himnos a su Hijo, y era tan dulce cual solamente les es dado escuchar a las vírgenes; y era tal, que nunca llegaba a producir hartura. [322] 

                                   L
Nosotros, pues, los apóstoles, después de contemplar súbitamente la augusta traslación de este santo cuerpo, nos pusimos a alabar a Dios por habernos dado a conocer sus maravillas en el tránsito de la madre de Nuestro Señor Jesucristo.

Por cuyas oraciones e intercesión seamos dignos de alcanzar el poder vivir bajo su cobijo, amparo y protección en este siglo y en el futuro, alabando en todo lugar y tiempo a su Hijo unigénito, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

* Los Evangelios Apócrifos, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2001,

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